miércoles, 12 de septiembre de 2012

Las edades del hombre. Por Patricia Oliver




I.               Alabanza
A ti que luchas contra ti mismo, que te arrancas la piel en cada frase, que caminas en carne viva mostrando tus entrañas y arrastras músculos, vertebras, órganos y tendones; a ti que resistes, confinado en una envoltura que pliega tu columna, domina todos tus movimientos y censura tu conciencia; a ti que no presientes la garra que se acerca discretamente para sacarte los ojos y por eso sigues mirando hacia arriba, siempre hacia arriba, buscando, tal vez, un gesto que hacer tuyo o una mueca que imitar; a ti que soportas el yugo interminable del deseo, prisión del alma; a ti que cuentas cada centella del fuego que alguna vez alumbró la creación y que te rodea ahora implacable, al acecho, sin reconocer siquiera tu cara hundida en su luz: a ti es a quien escribo.
II.             Seducción
El instinto trepa por las venas con dilación. Se acerca sigilosamente al oído de los sueños y te susurra un vendaval de posibilidades. Es una hiedra furtiva seduciendo a la voluntad. Te agarra los pies, despojados e inseguros, para que no salgas volando, para que no huyas hacia el laberinto del hombre. Tú lo desafías, vacilante, pero te acaricia con bondad y te ofrece un camino despejado de toda duda; después se detiene a conspirar. Al llegar al cuello te besa con una delicadeza que quita el aliento. Hunde el colmillo pausadamente y deja una verdad agazapada en tu espalda.
III.           Ensoñación
Un tallo de espinas que se aferra al porvenir, espejismo intermitente, al aire opaco y denso de la mañana, al velo gris irrespirable de la noche. Un presente continuo que se desborda por los límites del aislamiento con anhelos de un otoño donde no caigan las hojas, de un invierno donde no caiga el sol. Una intención cubierta de incertidumbre, que se esconde tras las columnas de las historia; un humano atado con las cadenas del tiempo que dejan libre el futuro; unas manos divinas que moldean nuestra imagen como individuo, una exhalación. Interminables raíces y esperanzas gastadas. Todo esto somos justo antes de despertar.
IV.           Oscuridad
Insistimos en dejar huella en el destierro: la cabeza gacha se disfraza de piel erguida con el único propósito de permanecer, seguir errando, abrazar al instinto que se adueña de nuestra sombra y arrullar al diluvio de palabras que lo esquivan. Resistimos los embates de la propia voluntad, caemos con las manos primero y nos volvemos a levantar sin despegar los pies del suelo. Nos rebelamos contra la inmensidad del intelecto como las criaturas vanidosas que somos, mirándonos al espejo sin ver lo que hay detrás. Somos contundentes como el precipicio, como el punto final que abre la puerta a lo inevitable. Hemos oído mil veces: “No mires atrás”, y aún así lo hacemos. Aullamos, solitarios, en lo alto del cerro hasta volvernos sordos. Seguimos en carne viva, buscando siempre la palabra exacta.
Texto: Patricia Oliver


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