Walbey habla de los “senderos de locura y negación, del
infierno de la soledad y desesperanza”.
Yo encuentro un diálogo entre el despertar espiritual, entre
su ser escultor y las ventanas interiores que no le son exclusivas.
Ese afán de encasillar a los artistas y rodearlos de
tormentos pasionales, es negar que nos pertenecen a todos. Es querer ignorar
que somos habitantes pasajeros de heridas y olvidos, coleccionistas de
cicatrices y atemorizados del sufrimiento.
Vivir duele y reconocerlo cuesta. Y aun más frente a un
público. Exponer ese sentir frente a la crítica.
Sentirse encadenado a tantas cosas, sentir púas sobre las
muñecas o aferradas a los tobillos, saberse rodeado de espinas o reconocerse
inmóvil. Caer en la mansedumbre o vivir en la garra de la fortaleza.
Walbey, en cada pieza, nos acerca al misterio; abre heridas
y en la misma contemplación, de algún modo, las sutura. Ahí radica su magia.
Ahí, la escultura que golpea nuestras emociones. Y de un modo tan conmovedor.
Su obra se regodea, a mis ojos, en los tres poderes del
alma: el entendimiento, la memoria espiritual y la voluntad. El cuerpo parece
un pretexto en el que sostener los gritos del espíritu. Nada menos.
El uso frecuente de magentas, y escurridos, invita a pensar
en chorreos, en sangre. Y fluyen de la misma manera en que la sangre nos
recorre por dentro.
Las posiciones de los cuerpos parecen imposibles, dolientes.
La estética deteriorada; son cuerpos avejentados, flácidos, en apariencia de
oscuras descomposiciones; no persigue la belleza que se persigue en nuestros
días, sino la expresión que logra en piezas sin facciones ni rostros, porque no
los necesita. Me permito afirmar que le estorbarían, le harían ruido.
Sería hacer competir la fuerza lumbre que en ellas estalla,
que gritan esos cuerpos, con cualquier expresión facial, sea cual fuere.
Esa fuerza logra detenernos en cada pieza, es una
contemplación que cuesta. Y cuesta porque implica reconocerse en ellas, saberse
ahí, ser parte de ellas, habitarlas.
Son, a mis ojos, cuerpos asexuados y tan bestialmente
humanos. Tan nuestros y tan universales.
El conocimiento de los materiales, y su factura, es
impecable, lo que agudiza su fuerza. Y la monumentalidad potencia esta emoción;
es por eso que crean polémica, porque raspan en lo profundo, porque como
humanos preferimos evitar el tormento emotivo, negarlo, minimizarlo.
Tenerlo en lo monumental acelera, en algunos, una reacción
que rechaza, que atemoriza y niega.
La obra de Walbey propone desenredar la hebra de nuestros
orígenes.
A sus piezas, les corren por dentro cuerdas en tensión,
gritan lo terrible, parecen gotear urgencias, preferir autoexilios, son huidas
y salvaciones a un mismo tiempo.
Las manos de Walbey esculpen apelando a esas animalidades
extrañas y confusiones monstruosas en el dolor que gritan los cuerpos. Es un
expresionismo en toda la extensión del término.
La expresión en su tono más vivo, desgarrado; son piezas que
muestran el color de la vida concentrada, con todas sus pasiones navaja.
Walbey no deja una sola emoción fuera de nuestra
contemplación. Abarca el abanico emotivo de lado a lado.
Nos adentra en un crecer y decrecer turbio, de espesores
rotundos, son piezas que se mueven entre los tantos matices de las tinieblas
humanas, que, a la vez son una danza. Y son llamas.
Son contundentes figuras de fuego en el que parecen flotar y
del que, a la vez, intentan escapar. Así. Ahí, mismo, dueñas de un contraste
extraordinario.
Cadenas que son la cercanía de una realidad visible, de un
tormento vecino, tan animal como humano, tan posible.
Nos miramos a nosotros mismos envejecidos, monumentales,
pavorosamente humanos.
Es una obra sin tiempo, sin memoria, una obra latente. Es un
lento asomo al hastío, al purgatorio, al infierno.
Es mirarnos en tránsito, en cuerpos que penetran tan
puntualmente nuestras emociones más arrinconadas, las que nuestra sonrisa
intenta dejar de lado, la que busca esconder.
Es pararnos frente al espejo del dolor. Mirar cada pieza y
exponernos, reconocernos en cada fragmento para intentar unir nuestros pedazos.
Ser ese escombro mientras lo contemplamos.
Nos empuja al autoconocimiento, nos arrolla, nos conmueve en
su valentía, en su desnudez, en ese grito de auxilio de quien se acepta tan
dramáticamente humano.
Walbey grita su fragilidad que es la nuestra, nos vuelve a
la vulnerabilidad, a la brutalidad esencial, a la pasión más pura que, sin
remedio, abraza al dolor, goce mediante.
Cómo nos cuesta la decrepitud, la decadencia, la vejez.
Cuánto miedo cuando nos ronda. Y tan absurdo ignorar que es la siguiente
parada, o la siguiente de la siguiente en este tránsito de carne y tiempo.
Su obra es una invitación a tirar las máscaras, a dejar el
carnaval de las apariencias, a buscar ese prodigio y atrevernos a nadar en el
acuario de lo auténtico.
Es adentrarnos en la noche con los ojos abiertos y las
emociones dispuestas. Es aceptar nuestro lado salvaje y oscuro, aceptarnos
esclavos de nuestras pasiones nos lleven donde nos lleven.
Es atrevernos a estar vivos. Tan verdaderamente vivos.
Es saber que miramos nuestros alcances y nuestra propia
muerte de frente y sonreír por ello ya que nos viene pisando los talones.
Su obra es una invitación a la magia de las profundidades.
Irma Zermeño ©
Septiembre 2012.
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