I.
Alabanza
A ti que luchas contra ti mismo, que
te arrancas la piel en cada frase, que caminas en carne viva mostrando tus
entrañas y arrastras músculos, vertebras, órganos y tendones; a ti que resistes,
confinado en una envoltura que pliega tu columna, domina todos tus movimientos y
censura tu conciencia; a ti que no presientes la garra que se acerca discretamente
para sacarte los ojos y por eso sigues mirando hacia arriba, siempre hacia
arriba, buscando, tal vez, un gesto que hacer tuyo o una mueca que imitar; a ti
que soportas el yugo interminable del deseo, prisión del alma; a ti que cuentas
cada centella del fuego que alguna vez alumbró la creación y que te rodea ahora
implacable, al acecho, sin reconocer siquiera tu cara hundida en su luz: a ti
es a quien escribo.
II.
Seducción
El instinto trepa por las venas con
dilación. Se acerca sigilosamente al oído de los sueños y te susurra un
vendaval de posibilidades. Es una hiedra furtiva seduciendo a la voluntad. Te
agarra los pies, despojados e inseguros, para que no salgas volando, para que
no huyas hacia el laberinto del hombre. Tú lo desafías, vacilante, pero te
acaricia con bondad y te ofrece un camino despejado de toda duda; después se
detiene a conspirar. Al llegar al cuello te besa con una delicadeza que quita
el aliento. Hunde el colmillo pausadamente y deja una verdad agazapada en tu
espalda.
III.
Ensoñación
Un tallo de espinas que se aferra al
porvenir, espejismo intermitente, al aire opaco y denso de la mañana, al velo
gris irrespirable de la noche. Un presente continuo que se desborda por los
límites del aislamiento con anhelos de un otoño donde no caigan las hojas, de
un invierno donde no caiga el sol. Una intención cubierta de incertidumbre, que
se esconde tras las columnas de las historia; un humano atado con las cadenas del
tiempo que dejan libre el futuro; unas manos divinas que moldean nuestra imagen
como individuo, una exhalación. Interminables raíces y esperanzas gastadas.
Todo esto somos justo antes de despertar.
IV.
Oscuridad
Insistimos en dejar huella en el
destierro: la cabeza gacha se disfraza de piel erguida con el único propósito
de permanecer, seguir errando, abrazar al instinto que se adueña de nuestra
sombra y arrullar al diluvio de palabras que lo esquivan. Resistimos los
embates de la propia voluntad, caemos con las manos primero y nos volvemos a levantar
sin despegar los pies del suelo. Nos rebelamos contra la inmensidad del
intelecto como las criaturas vanidosas que somos, mirándonos al espejo sin ver
lo que hay detrás. Somos contundentes como el precipicio, como el punto final
que abre la puerta a lo inevitable. Hemos oído mil veces: “No mires atrás”, y
aún así lo hacemos. Aullamos, solitarios, en lo alto del cerro hasta volvernos
sordos. Seguimos en carne viva, buscando siempre la palabra exacta.
Texto: Patricia Oliver